Diario de trabajo para montar a Kleist por Mariana Percovich

“Cuantas cosas se agitan en el corazón de las mujeres que no son para ser mostradas a la clara luz del día”

Pentesilea de Heinrich Von Kleist (Alemania, 1777-1811)


domingo, 29 de agosto de 2010

Palya Bea - Tchiki tchiki (Transylvania)

Palya Bea - Szeretőm e táncba

Me Gezoft Kepucet Me Take de Piranha Musik

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música de la patria de mis ancestros...

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domingo, 22 de agosto de 2010

Maxim Gorki Theater Berlin - PRINZ FRIEDRICH VON HOMBURG

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Montajes alemanes de textos de Kleist
Este año el Gorki estrena Pentesilea.
Nosotros la estrenamos en el 2011 en el bicentenario del autor.

Kleist y los griegos


JORGE USCATESCU
Kleist y los griegos

Penthesilea, escribe Christa Wolf, permanece como un espectáculo espantoso, incluso para los que estamos acostumbrados a lo espantable. Kleist ha debido tocar una raíz del horror para que,
un siglo y medio más tarde, haya logrado anticipar el estado de nuestros espíritus poco fáciles a emocionarse. Nosotros destruimos todo cuanto amamos he aqui llevado a una fórmula general
cuanto nos puede decir Penthesilea. Esta fórmula parece en perfecto acuerdo con nuestra época.

«Todo cuanto se pueda imaginar de más escandaloso lo ocupa: el canibalismo por pasión de amor sin salida. En la historia de la reina de las amazonas que no tiene derecho de amar más que a quien haya vencido, Kleist encuentra el material de una identificación entre las más inextricable que yo conozca. Es lo que ha procurado la centella que encenderá la brasa que late tras los versos de Penthesilea». (ChristaWolf).

Hay quien haya visto en Penthesilea en la versión poético dramática de Kleist un reflejo romántico, viejo y anticipador en extremo a la vez del miedo ancestral de los hombres ante las mujeres fuertes, salvajes dementes e incontrolables. El estilo de los versosde Kleist adquiere tonos incendiarios y angustiosos, pero al mismo tiempo surge como una reivindicación in extremis de la feminidad después de milenios de cultura occidental dominada por el principio masculino. Pero se ha visto algo así como una especie de testimonio, de confesión existencia1 de un ser no amado e incapaz a su vez del verdadero amor.

 Varias lecturas de Kleist en Penthesilease han visto posibles. Una nos lleva al mismo tiempo de la realidad ancestral, mitológica, donde se produce el combate entre Pentesilea y Aquiles, iguales en fuerza y posibilidades, enamorados uno del otro, fiel cada uno a la ley de su sexo, pero abocados inexorablemente al combate final. En un primer plano la mujer sigue al hombre. La heroína al héroe. Al amor incombustible sigue el combate. La heroína vence pero acaba por devorar –sublime entrega al amor y en definitiva caída de su condición de heroína- al ser amado y vencido. La amazona vence pero en definitiva la mujer sucumbe. Todo envuelto en el aura de la suprema ambigüedad y la catástrofe inexorable. Amor irrefrenable.
 Lucha sin cuartel. Besos que son mordeduras en palabras del propio poeta, que somete con frecuencia el ritmo dramático a la descripción y la metáfora. Jamás la tragedia griega, ni ninguna tragedia ha procedido de tal forma. Nunca había sido menos lineal tampoco, menos confusa en las convulsiones de superficie. Soberano, el sentimiento de culpa con el triunfo o derrota de lo femenino en el suicidio de la reina de las Amazonas enamorada culpablemente del héroe de Troya.

Pero hay además una manera griega dignificadora del héroe, en la idea de Kleist de colocar frente a frente dos Héroes, un Hombre y una Mujer, equiparados sólo en la igualdad de la muerte. Héroes que se aman, rompiendo con ello simplemente su ley y su norma. Con la particularidad de que mientras en el mito griego es Aquiles el que tiene derecho de amar a la Pentesilea muerta, en el drama de Kleist es Ella la que tiene derecho de amar sólo al vencido por ella en la batalla. Pero aún más que en el mito, donde Aquiles simplemente ama, en el drama Pentesilea ama y devora, hace definitivamente suyo al ser amado y vencido por ley del sexo.


Es éste el gran malentendido de la singular dramaturgia de Kleist.

Proclamación de una catástrofe natural de la humana (metáfora de la separación sin esperanza del Hombre y la Mujer). Lucha de la Mujer por el derecho al amor individual. Triunfo del feminismo ante litteram. Con su idea nueva del drama en su tratamiento moderno, realista, grotesco y fantástico, Kleist realiza su propia inmersión en el mundo griego, al cual niega, desde su propia dimensión y su tiempo, que más que suyo es «nuestro», su Némesis y su Moira.

¿Drama o tragedia?

Con la Pentesilea no acabo de estar a gusto. Es de una estirpe tan prodigiosa y se mueve en una región tan extraña que tendré que tomarme mi tiempo para encontrarme entre las dos
Goethe



¿Es esta obra drama o tragedia? Cuando el discurso interno del texto empieza, se desarrolla y finaliza con pasiones humanas, siendo actor de ese pathos el individuo, es que estamos ante una tensión dramática. Pero si estas pasiones escapan del individuo, haciéndose protagonista del conflicto el destino, la ley o algún dios, es que estamos ante una tragedia.

Los conflictos en Pentesilea son internos; no la enloquece ningún dios, como a Ágave en las Bacantes, no se encuentra en un callejón sin salida ante las leyes, como Antígona, ante Creonte, no es presa del destino, como Edipo y su fatalidad; si acaso de su propio amor, de manera similar a Medea, convirtiéndose en una fuerza de la naturaleza, libre y sin medida, terrible. Y sin embargo, si se presta atención al texto, algo de Ágave tiene, pues descuartiza al ser amado; también conserva la lucha ante la ley de las amazonas, a la manera de Antígona; y hacia Aquiles le lleva una profecía, un sueño de su madre, un fatum, parecido al que conduce a Edipo. Pero ella es libre, como señalé, pues el sueño no la ha atenazado, sino que la ha liberado. En su interior lo deseaba:
Besos, mordiscos, son palabras que riman (*), y todo el que ama de corazón los puede confundir”.
(*) En alemán.

Una puesta contemporánea, alemana

Badisches Staatstheater Karlsruhe | Programm

Kleist y el demonio



HEINRICH VON KLEIST


La encina muerta resiste la tempestad,
pero la sana sucumbe y cae al suelo deshecha
porque el viento la puede agarrar
por su testa coronada.

PENTESILEA


EL PERSEGUIDO

Soy un arcano para ti, pero consuélate: Dios lo es también para mí.

No hay ninguna dirección de la rosa de los vientos que Kleist, el eterno inquieto, no haya seguido; no hay nin guna ciudad de Alemania en la que Kleist, el eterno so litario, no haya vivido. Siempre está en camino. Desde Berlín, sale presuroso en un chirriante coche de posta ha cia Dresde; cruza el Erzgebirge, va a Bayreuth, pasa por Chemnitz, para marchar después, como perseguido, ha cia Würzburgo; después atraviesa los campos de las gue rras napoleónicas para dirigirse a París. Se propone estar un año en esta población, pero, unas semanas más tarde, huye a Suiza; reside en Berna para luego ir a Thun y, más tarde, a Basilea; de pronto, sale disparado como una pie dra para ir a parar a la tranquila casa de Wieland en Oss mannstedt. Otra noche, las ruedas del carruaje que le lle va pasan por Mailand y por los lagos italianos para volver hacia París; se mete entre los ejércitos en Bolonia y se despierta, en grave peligro, en Maguncia. Y huye hacia Berlín y Potsdam. Un empleo logra retenerlo durante un año en Königsberg; nuevamente se desprende de todo y quiere pasar entre los ejércitos franceses que marchan ha cia Dresde, pero, preso como presunto espía, llega a Chá lons. Apenas está libre, va y viene por las ciudades, pasa por Dresde, llega a Viena, que arde en guerra, cae prisio nero en la batalla de Aspern y logra escapar à Praga. A ve ces, como ciertos ríos subterráneos, desaparece durante algunos meses para aparecer mil millas más lejos; por último, como atraído por la fuerza de la gravedad, vuelve a Berlín. Aún, con sus alas vibrantes y medio rotas, va y vie ne varias veces. Intenta ir a Francfort, como buscando, en casa de su hermana, un escondrijo para ocultarse de la invisible jauría que lo acosa. Tampoco encuentra allí el descanso. Vuelve, pues, a subir al carruaje (que durante treinta y cuatro años fue su verdadero hogar) y parte ha cia Wannsee, donde se mete una bala en la cabeza. Su tumba está en una carretera.
¿Qué es lo que arrastra a Kleist a esa eterna peregri nación? ¿Qué se propone? La filología no basta para explicarlo; sus viajes no tienen meta alguna, ni sentido tampoco. No son realmente explicables. Lo que una investigación concienzuda pudiera descubrir como mo tivos de esos viajes, no serían, en realidad, más que pre textos, excusas que da su demonio. A pesar de toda re­flexión, esos viajes ahasvéricos quedarán siempre como un enigma; no es, pues, extraño que dos o tres veces sea detenido por espía. En Boulogne se prepara un ejército napoleónico para desembarcar en Inglaterra, y Kleist, que acaba de dejar su servicio como oficial en el ejército alemán, va y viene en medio de este ejército; por poco lo fusilan. Cuando los franceses avanzan hacia Berlín, Kleist marcha entre las tropas hasta que se le descubre y se le interna; Kleist aparece en el campo de Whelstatt; no lleva otros documentos de identidad que unas poesías patrióticas. Ese proceder tan ilógico en cada uno de los casos citados no tiene explicación razonable; indudable mente se halla dominado por una fuerza poderosa que le llena de una invencible inquietud. Se ha hablado de mí siones secretas que le fueron confiadas, para explicar así sus andanzas; eso podría justificar algo, pero no toda su vida, que fue una eterna peregrinación. La verdad es simplemente que Kleist no tenía ninguna razón que ex plicara sus viajes.
El poeta no intenta ir aquí o allí; no apunta a ningún sitio, sino que se dispara como una flecha desde el arco de su inquietud. Evidentemente, huye de algo más fuerte que su ser; cambia (como dice Lenau) de ciudad como el enfermo atacado de fiebre cambia de almohada. Por to das partes busca alivio, curación; en vano, porque cuan do es el demonio el que arrastra, no permite el calor del hogar ni la protección del techo. Así, del mismo modo, Rimbaud recorre tantos países; así Nietzsche cambia con tinuamente de residencia; así Beethoven va de casa en casa, y Lenau, de nación en nación. Todos ellos sienten dentro de sí el terrible látigo de la inquietud, la intran­quilidad perpetua, la trágica inestabilidad espiritual. To dos son arrastrados por una fuerza poderosa, desconocida, de la cual nunca han de poder librarse, pues reside en su misma sangre y domina dentro de su propio cerebro. Para poder destruir a ese demonio interior que los domina, no pueden hacer nada más que destruirse a sí mismos.
Kleist sabe perfectamente adónde le empuja esa fuer za desconocida: al abismo, pero lo que ya no sabe es si huye de ese abismo o si marcha a su encuentro. A veces, sus manos se agarran crispadas a la vida, al último peda zo de tierra, de esa tierra que ha de cubrirlo.
En esos momentos busca algo que lo retenga en la caí da; busca el afecto de su hermana, busca mujeres, busca amigos que lo sostengan. Pero, de pronto, vuelve a pre cipitarse como anhelante hacia el, hacia las profun didades abismales. Kleist tiene a siempre la sensación de la proximidad de ese abismo, pero ignora también siempre si está delante de él, si está detrás, y sí ese abismo es vida o es muerte. Y es que ese abismo está en su interior, y por eso nunca podrá librarse de él. Lo lleva consigo como a su propia sombra.
Corre desesperado por todos los países, como aque llas antorchas vivientes, aquellos mártires del cristianis mo que Nerón hacía envolver en estopa alquitranada para después prenderles fuego, y que, con su vestido de llamas, corrían y corrían sin saber adónde iban. Tampo co Kleist sabía adónde iba; los mojones de la carretera pasaban inadvertidos a sus ojos y las ciudades del cami no apenas merecían una mirada suya. Toda su vida es una huida del abismo; una carrera hacía la sima; una caza azarosa que hace latir el corazón y jadear los pulmones. Por eso se explica aquel terrible grito de alegría cuando por fin, cansado ya, se arroja voluntariamente al abismo.
La vida de Kleist no fue vida, sino un eterno correr por la tierra; una cacería monstruosa, llena de sangre y de sensualidad, de crueldad y de terror, rodeada de la máxima excitación y del sonar de la trompa de caza. Toda una jauría lo acosa; él, como ciervo perseguido, se mete en la espesura; a veces, se vuelve de pronto, movi do por su voluntad, contra alguno de los perros acosa dores del destino, hace su sacrificio ‑tres, cuatro, cinco obras concebidas en la sacudida de la pasión‑ y sigue su carrera, sangrando. Y cuando los mastines de la fatali dad creen ya tenerle, se alza, magnífico, en un último es fuerzo y se precipita ‑antes que ser botín de la vulgaridad‑, en un salto aparatoso, al fondo del abismo.


EL INESCRUTABLE


No sé lo que te he de decir acerca de mí, pues soy una persona inefable. (De una carta)



Las imágenes que del poeta han llegado hasta nosotros son casi inutilizables para su descripción; se conservan sólo una miniatura mal hecha y un retrato de muy poco valor. Ambas imágenes nos muestran una cara redonda, como de muchacho, a pesar de que es ya un hombre he cho; una cara como la de cualquier joven alemán, con ojos negros a inquisitivos. Nada indica en él al poeta, ni aun al hombre espiritual; ninguno de sus rasgos despier ta la curiosidad por saber qué alma se esconde tras ese rostro; uno lo contempla sin curiosidad, sin nada que le atraiga. Y es que el interior de Kleist está metido muy hondo dentro de su cuerpo; su secreto no estaba a flor de piel y no era fácil captarlo.

Tampoco se conservan narraciones que traten del poeta. Todos los informes que de él nos han llegado, pro cedentes de sus contemporáneos o amigos, son escasos e insignificantes. Todos, pues, tienen un punto de unanimi dad al decirnos que era inexpresivo, hermético, y que nada había en él que chocase al observador. Nada había en él que pudiera llamar la atención a nadie; ningún pin tor podía sentirse inclinado a pintarle; ningún poeta, a describirle. Deben de haber habido en él una vulgaridad, una falta de expresión y una reserva sin igual. Centenares de personas hablaron con él sin adivinar que era un poeta; amigos y compañeros le encontraron en sus andanzas docenas de veces, y ni uno de ellos, en sus cartas, hace men ción de haber visto a Kleist. Su vida de treinta años no ha sido capaz de dar pie ni a una docena de anécdotas. Para hacerse cargo de esa penumbra que rodeaba a Kleist, bas ta que uno recuerde las descripciones de Wieland refe rentes a la llegada de Goethe a Weimar, de ese Goethe que fue como un rayo de luz deslumbradora; recuérde se igualmente la aureola de atractivo que rodeó a las figu ras de Byron y Shelley, Jean Paul y Víctor Hugo, a quienes uno encuentra mil veces mencionados en libros, cartas o poesías de la época. En cambio, nadie toma la pluma para hablarnos de Kleist; la única descripción que se conserva del poeta son aquellos cortos renglones de Clemens Brentano, que dicen así: «Un hombre rechoncho, de unos treinta y dos años, cabeza redonda y vivaracha; carácter variable; bueno como un niño; pobre y firme.» Incluso esa' única descripción que de él tenemos nos muestra mas su modo de ser que su físico. Muchos son los que pasaron por su lado; nadie le dirigió una mirada. El que logró ver lo, es porque miró en su interior.
Eso sucedía porque su envoltura era muy gruesa y fuerte (con ello decimos ya cuál fue la tragedia de su vida). Todo lo que era lo llevaba oculto; sus pasiones no lograban hacerle brillar los ojos; los exabruptos no lo graban pasar más allá de sus labios, que ya ni siquiera ar ticulaban la primera palabra. Hablaba poco; tal vez eso fuera debido a la vergüenza, pues era tartamudo, o quizá a que sus propios sentimientos no podían expresarse con libertad.
Él mismo reconoce su incapacidad para conversar, su dificultad de expresión, que como un sello hizo en mudecer a sus labios: «Falta ‑dice‑ un medio de comunicación. El único que poseemos, la palabra, no es apro vechable; es incapaz de servir de expresión al alma y nos permite sólo dar fragmentos aislados de la misma. Por eso siempre he sentido temor, terror más bien, cuando he tenido que descubrir a alguien mi intimidad.» As permanecía, pues, callado, no por no tener nada que de cir, sino por lo que podría llamarse castidad del pen­samiento. Y este silencio persistente, sordo, era lo que más chocaba en él cuando estaba en compañía de otras personas. Y además de eso, cierta ausencia de espíritu que era como un nublado en un día claro. A veces, cuan do hablaba, quedaba de pronto cortado y enmudecía sus ojos permanecían fijos, como quien mira un abismo. Wieland cuenta que «en la mesa a menudo murmuraba algo entre dientes, igual que hace un hombre que está solo o que está preocupado, con sus pensamientos en otro sitio o en otros asuntos». No podía charlar ni estar con naturalidad; le faltaba todo lo convencional, de modo que todos adivinaban en él algo raro, oculto y nada atrayente, mientras que a otros disgustaban su agudeza, su cinismo y exageración (cuando él, a veces, incitado por su propio silencio, rompía a hablar de pronto). No aureolaba a su ser la amable conversación, su palabra no emanaba simpatía, su cara no era atracti va. Rahel, que fue quien mejor le comprendió, ha dicho esto mejor que nadie: «había una atmósfera de severi dad a su alrededor». Y obsérvese que Rahel, en general tan descriptiva, tan buena narradora, al hablar de Kleist nos refiere sólo su modo de ser interior, pero nada dice respecto a su figura, es decir, a su parte física. Así vemos que Kleist ha de quedar para nosotros como invisible, como «inefable».
La mayor parte de las personas que lo conocieron no se fijaron en él, o sintieron, como mucho, una sensación de desagrado. Pero los que le comprendieron, le amaron, y los que le amaron, lo hicieron con pasión. Pero incluso éstos, en su presencia, notaban siempre una angustia se creta y fría que les rozaba el alma y les cohibía. Cuando ese hombre hermético se abría, era para mostrarse en 3 toda su profundidad: una profundidad que era más bien un abismo. Nadie lograba encontrarse a gusto en su com pañía y, sin embargo, tenía, como el abismo, una gran fuerza, una fuerza mágica de atracción; así se ve que nin guno de los que lo conocieron llegó a abandonarlo del todo, pero, por otra parte, tampoco nadie permaneció a su lado incondicionalmente, y es que la opresión que de él dimana, su pasión ardiente, lo exagerado de sus pre tensiones (pide nada menos que la muerte), todo eso son cosas difíciles de ser soportadas por otra persona.
Todos los que tratan de estar a su lado retroceden ante su demonio interior; todos le creen capaz de lo más alto y también de lo más terrible, y al mismo tiempo to dos le sienten separado de la muerte sólo por un paso. Cuando Pfuel no lo encuentra una noche en su casa, cuando vivía en París, sólo se le ocurre ir al depósito, para buscar su cadáver entre los suicidas. Una vez que Marie von Kleist está sin noticias suyas durante una se mana, manda a su hijo para que lo busque y evite que co meta un disparate. Los que lo conocían le creían frío e indiferente; pero los que lo tratan temen el incendio in terior que le consume. Así que nadie pudo comprender le ni ayudarle, los unos porque le creen demasiado frío, los otros porque saben que es demasiado fogoso. Sólo el demonio le fue fiel.

El mismo Kleist sabe cuán peligroso es su trato, y en una ocasión así lo manifiesta; por eso nunca se queja de que se retiren de su compañía: sabe que quien está cer ca de él corre peligro de chamuscarse en las llamas de su pasión. Wilhelmine von Zenge, su novia, pierde a su lado la juventud, debido a sus intransigencias. Ulrica, su hermana predilecta, por su causa pierde su fortuna Marie von Kleist, su amiga del alma, queda sola y ais lada, y Henriette Vogel acaba muriendo con él. Kleist sabe eso perfectamente, conoce lo peligroso que es para los demás su demonio interior, y así se recoge en sí mismo y se vuelve aún más solitario de lo que la natura leza le creó. En sus últimos años, pasa días enteros fu mando en la cama y escribiendo; pocas veces sale a la calle, y cuando lo hace, es para meterse en cafés y en tabernas. Su aislamiento aumenta cada vez más; cada vez queda más olvidado de los hombres, y así, cuando en I8o9 desaparece un par de meses, sus amigos, con indiferencia, le dan por muerto. No hace falta a nadie, y sí su muerte no hubiera sido tan trágica, habría pa sado inadvertida, tan aislado se había quedado del mundo.
No tenemos ningún retrato suyo, ningún retrato de sus facciones; tampoco tenemos otro retrato de su espí ritu, de su interior, si no es el espejo de sus propias obras o de su epistolario.
Y, sin embargo, hubo un retrato magnífico de su ser, que hizo estremecer a aquellos que llegaron a leerlo: unas confesiones a lo Rousseau que él mismo escribió poco antes de morir y que se titulaban Historia de mi alma. Pero no han llegado hasta nosotros; o el mismo Kleist quemó el manuscrito, o sus hojas se esparcieron debido a la indiferencia de las manos que lo recogieron, como pasó con otras muchas obras.
No conocemos su imagen, ningún retrato físico o moral nos queda de ese hombre hermético; sólo conoce mos a su siniestro acompañante: el demonio.

Plan de vida 

Sus planes de vida son como la yesca: arden al primer contacto con la realidad; cuanto más se esfuerza en lo­grar sus fines, tanto peor le salen las cosas, puesto que esta misma pasión que pone en ello, por ser exagerada, es destructora. Si algo le sale bien a Kleist, es porque su­cede contra su voluntad; es el oscuro demonio que a ve­ces vence a esta última. Así que, mientras su voluntad busca el camino de la instrucción, primero, y el de la ig­norancia, después, su ímpetu interno se ha liberado ya; ; como una úlcera se abre su interna supuración. Mientras quiere curar juiciosamente su fiebre interior con salvia o con emplastos, el demonio interior se ha desencadenado en poesía. Como un sonámbulo del sentimiento, Kleist había empezado en París, sin objeto alguno, La familia Schroffenstein. Enseña a regañadientes ese ensayo a sus amigos. Pero después adivina una posibilidad, entrevé la válvula por la que puede descargarse de su presión inte­rior, y apenas se da cuenta de ello, apenas comprende que, en este mundo de la fantasía, en ese mundo sin fron­teras, puede dar rienda suelta a sus sueños, entonces se precipita de cabeza, locamente y con toda su voluntad, a esas regiones de la ficción, y su ansia ya no decae un mo­mento, es la misma en el primer minuto que cuando lle­ga al fin. La literatura es la liberación única que encuen­tra Kleist y, saltando de júbilo, se entrega enteramente al demonio (de quien precisamente quería huir) y se arroja a su abismo, a su precipicio.


AMBICIÓN

El despertar de nuestra ambición... es irresponsable; somos pasto de una Furia. (De una carta)

Como quien sale de la prisión, Kleist se precipita en ese mundo sin fronteras que es la poesía. Finalmente ha en­contrado un modo de huir de esa fuerza que hierve en su interior. Su fantasía aherrojada puede por fin resolverse en imágenes y desbordarse en torrentes de palabras, pero a Kleist nada le satisface, porque es insaciable y no tiene mesura. Apenas empieza a hacer de poeta, de plas­mador, quiere en seguida ser el más grande, el más mag­nífico y el más poderoso poeta de todos los tiempos, y con su obra de primerizo, de aprendiz, tiene ya la pre­tensión de eclipsar las grandes creaciones de los griegos y de los clásicos; quiere lograrlo todo con su primer sal­to; la exageración de Kleist se ha hecho ahora literaria. Otros poetas empiezan sus tanteos llenos de esperanzas y de sueños, con modestia, contentos si logran crear una obra importante. Pero Kleist vive en superlativo y pide a su primer ensayo lo inalcanzable. Al empezar su Guis­kard, que es lo primero que escribe después del ensayo La familia Schroffenstein, piensa ya que esta obra ha de ser la mejor tragedia de todos los tiempos; de un salto pretende pasar a la inmortalidad; nunca la literatura ha conocido una audacia semejante a la pretensión de Kleist de pasar a la eternidad con su primer esbozo. Ahora se ve cuánto orgullo ocultaba en su pecho, un or­gullo que, como el vapor de una caldera, silba y sale vibrando. Cuando un Platen se jacta con vana palabrería de las Odiseas o de las Ilíadas que va a crear, no hace más que, con palabras huecas, expresar un exagerado apre­cio de sí mismo, todo debilidad; pero, en Kleist, es seria esta apuesta contra los dioses del espíritu; cuando una pasión se apodera de él, se entrega a ella con una inten­sidad sin límites, y desde este momento la ambición es para él una mortal misión de todo su ser. Su impulso poé­tico tiene la realidad de la vida y la realidad de la muer­te, y él, como un desesperado, retando a los dioses, se arroja de cabeza en una obra que debe ser (según él mis­mo sugiere a Wieland) como un conjunto donde estén presentes los espíritus de Esquilo, de Sófocles y de Shakespeare. Siempre Kleist se lo ha jugado todo a una car­ta. Desde entonces, su plan de vida ya no se refiere a vi­vir bien, sino a lograr la inmortalidad.

Kleist empieza su obra espasmódicamente, como si hubiera bebido demasiado; a él, todo, hasta la creación li­teraria, se le convierte en una orgía; sus cartas están llenas de frases doloridas y de frases alegres. Lo que anima a otros poetas, y les da más fuerza, es, sin duda, alguna pa­labra amigable de aliento; pero a Kleist, lejos de esto, lo llenan de temor y de placer al mismo tiempo, pues lo ex­citan terriblemente pensamientos oscilantes entre el éxi­to y el fracaso. Lo que para otros es alegría, es para el, por su exageración, un serio peligro, pues en su lucha decisi­va pone en tensión hasta el último de sus nervios. « Las primeras estrofas de mi poema ‑escribe a su hermana‑, «en las cuales se presenta tu amor hacia mí, despiertan el entusiasmo de todas aquellas personas a quienes se las en­seño. ¡Oh, Jesús mío! ¡Ojalá pudiera terminarlo! Quiera el Cielo concederme este mi único deseo; después de esto, puede hacer de mí lo que quiera.» Kleist apuesta todo el tesoro de su vida a una sola carta, Guiskard. Apar­tado, allá en una isla del lago de Thun, se sumerge abso­lutamente en el trabajo y se hunde cada vez más en el abismo. Allí lucha con su demonio, como Jacob luchó con el ángel. En éxtasis grita a veces: «Pronto tendré que contarte muchas cosas alegres, pues me aproximo a la fe­licidad.» Después, pronto, reconoce que hay fuerzas mis­teriosas que se han conjurado contra él: «¡Ah!, la ambi­ción es un veneno que emponzoña todas las alegrías.» En esos momentos de decaimiento siente el deseo de morir, pues dice: «Estoy pidiendo a Dios que me envíe la muer­te»; después le vuelve a invadir el temor de que «pudiera morir antes de terminar la obra». Tal vez nunca ningún poeta ha aportado todo su ser a una obra como lo hizo Kleist en aquellas semanas de soledad en la isla del lago de Thun. Guiskard es, ante todo, un espejo que refleja el interior del poeta; quiere expresar en esa obra toda la tra­gedia de su vida, la monstruosa fuerza de su espíritu fren­te a las debilidades y miserias de su cuerpo. La termina­ción de este trabajo significa para Kleist su Bizancio, su dominio del mundo, la realización de sus sueños de am­bición y de poder, que él quiere realizar en lucha con su propio cuerpo. Así como Heracles quiere arrancar de sí la ardiente túnica de Neso, Kleist quisiera también librarse de las llamas de su fuego interior; quiere huir de su de­monio arrojándolo lejos de sí convertido en un símbolo, en una imagen, es decir, en su obra. Terminarla significa para él la curación, la victoria contra su división interna y hasta su propia conservación; por eso lucha con todos sus músculos, con todos sus nervios. Es una lucha decisiva; él lo comprende así y también lo ven sus amigos, los cuales le aconsejan: «Usted debe terminar su Guiskard aunque todo el Cáucaso o el Atlas le caigan encima.» Nunca Kleist se ha lanzado tan de cabeza en su trabajo; escribe la tragedia dos y tres veces para volverla a destruir des­pués, y llega a aprenderse sus palabras tan de memoria, que es capaz de recitarlas en casa de Wieland. Durante meses, se esfuerza por escalar la inaccesible altura de la máxima cumbre, resbala y cae hacia abajo, pero vuelve a empezar. Él no puede, como hace Goethe en su Werther, desprenderse del espectro que lo atrapa; su demonio lo ha agarrado demasiado fuerte. Por último, la mano le queda ya deshecha: « El Cielo sabe, querida Wrica (y má­teme el Cielo si no digo la verdad) ‑dice tartamudeando‑, con cuánto gusto daría una gota de sangre de mi co­razón por cada una de las letras de una carta que pudiera empezar así: mi poesía está terminada. Pero tú sabes que nadie hace más de lo que puede. He intentado terminarla durante más de medio millar de días seguidos con sus noches respectivas, para conquistar así otra corona para nuestro apellido. Ahora mi diosa protectora me llama para decirme que ya es bastante. Necio sería si quisiera po­ner todavía más tiempo a prueba mis fuerzas en una obra que, estoy convencido, es demasiado pesada para mí. Así que retrocedo ante uno que no está todavía aquí, y me in­clino reverente, con un millar de años de adelanto, ante su espíritu.»
Parece, por un momento, que Kleist se inclina obe­diente ante su destino, como si su espíritu esclarecido dominara su tumultuoso sentimiento. Pero no, su demo­nio domina más furioso que nunca; su ambición, desper­tada a latigazos, no se deja frenar de nuevo. En vano sus amigos tratan de apartarle de su desesperación; en vano le aconsejan un viaje hacia países más alegres. Lo que le ha sido recomendado como una excursión de esparci­miento, se convierte en seguida en una huida. El fracaso de Guiskard es Para Kleist una puñalada, y su orgullo, que bajaba del cielo, se trueca ahora en un sentimiento virulento de desprecio hacia sí mismo. Un pensamiento de su juventud retoña en su cerebro: el sentimiento de la impotencia ante el arte. Como en su juventud, ahora cree no poder llegar a poeta, y este sentimiento de debilidad, terriblemente exagerado, le hace gemir de dolor. «El Infierno me dio la mitad de lo que ha de ser un talento; el Cielo, o no da talento o, si lo da, lo da entero.» En su exageración, Kleist no conoce la medianía: todo o nada; inmortalidad o fracaso.

Y opta por ser nada, y realiza de esa manera su pri­mer suicidio. Marcha a París sin saber a qué va; allí que­ma el manuscrito de su Guiskard y otros originales, para salvarse así de su anhelo de inmortalidad. De este mo­do queda destruido un segundo plan de vida; entonces, como le sucede siempre en tales momentos, surge mági­camente, junto al plan de vida que se ha deshecho, su contrapunto, que es un plan de muerte. Liberado de esa manera de toda ambición, escribe una carta inmortal, la más hermosa que haya podido escribir un artista en el momento de su fracaso: «Mi querida Ulrica. Tal vez lo que lo voy a contar lo costará la vida, pero debo decidir­me a escribirlo. Una vez terminada mi obra, aquí en Pa­rís, la he leído y en seguida la he arrojado al fuego; ahora todo ha terminado. El Cielo me niega la Gloria, que es la mayor felicidad de la Tierra. Todo lo demás no lo quiero y, como un niño obstinado, lo arrojo lejos de mí. No soy digno de lo amistad y, sin embargo, me eres imprescindible; me echo en brazos de la muerte. Estáte tranquila: moriré como un héroe en la batalla... Me alistaré en el ejército francés que se dispone a desembarcar en Ingla­terra. Toda clase de peligros están acechando ya en el mar y me lleno de alegría al pensar en mí tumba, infinita y magnífica.» Y con sus sentidos extraviados, loco, se lanza a través de Francia para ir a Boulogne; con difi­cultad logra detenerle su amigo, y permanece durante un mes, con el espíritu ofuscado, en casa de un médico de Maguncia.

Aquí termina el primer salto gigantesco de Kleist.. Haciéndose una herida, quería expulsar por ella al de­monio que albergaba en su pecho, pero sólo ha conse­guido desgarrarse, y en sus manos ensangrentadas queda una obra incompleta, un torso, uno de los más hermosos que haya podido crear un poeta. Su obra no está acaba­da, pero sí lo está –y es todo un símbolo‑ la escena de la lucha con la voluntad, donde Guiskard vence su debili­dad y sus dolores. El resto de la obra queda sin acabar.' Pero esa lucha por lograr la tragedia es ya una tragedia heroica. Sólo aquel que lleva en su pecho todo un infier­no puede luchar como lucha un dios, como lucha Kleist; contra sí mismo en esta obra.


LA NECESIDAD DEL DRAMA
 Sí escribo poesías, es porque no puedo hacer menos.
 (De una carta)

Al destruir su Guiskard, cree Kleist que ha logrado es­trangular al terrible perseguidor que lleva dentro de su alma, pero la ambición, que había nacido de lo más ar­diente de su sangre, no ha muerto; lo que ha hecho no ha sido más que disparar contra su propia imagen refle­jada en un espejo; ha roto su imagen, pero no ha des­truido al demonio que le sigue acechando. Kleíst no puede prescindir del arte, del mismo modo que un mor­finómano no puede prescindir de la morfina. En el arte ha encontrado una válvula por donde puede descargar algo la excesiva presión de sus sentimientos, la supe­rabundancia de su fantasía, por donde dar salida a sus sueños poéticos. En vano trata de defenderse, al darse cuenta de que cae en manos de otra pasión; comprende que no puede ya prescindir del arte, que es para él como una sangría que le alivia su plétora. Además, no tiene ya bienes de fortuna; echó a rodar su carrera; una vida mo­desta de empleado no puede en modo alguno satisfacer a su naturaleza poderosa; así, nada puede hacer ya fuera del arte. Aunque atormentado, escribe en una ocasión: «¡Oh! ¡Escribir libros por dinero! ¡Nada de eso!» El arte es la forma forzosa de su existencia; el demonio se ha transformado ya en un personaje que va y viene jun­to a él en sus obras. Todos los planes de vida que se ha formado han sido destruidos por la fatalidad; ahora vive conforme a la voluntad de la Naturaleza, que siempre ha gozado formando algo inmenso a partir del inmenso do­lor del hombre.
El arte entonces es para él algo atenazante y pesaro­so; de ahí procede la fuerza explosiva de sus dramas. Todos han nacido ‑excepto El cántaro roto‑, mas que de él, de su nerviosa mano; son, en fin, una explosión de su sentimiento, un movimiento de huida de ese infierno que hay en su corazón; todos sus dramas tienen una hi­pertensión, algo de alarido; parecen salir disparados de la tensión de sus nervios; son, para terminar, y perdón por la imagen, pero es la más exacta, eyaculados como el semen del hombre, que brota de lo más ardiente de su sangre. Carecen de fecundación espiritual y apenas se nota en ellos la sombra de la razón; son desnudos, vergonzo­samente desnudos; salen solamente de una pasión infi­nita para ser lanzados al infinito. Cualquiera de sus partes lleva un sentimiento en grado superlativo; en cada detalle hay una célula de fuego de su alma ahogada en instintos. En Guiskard brota toda su ambición de Prometeo, como si fuera un chorro de sangre; en Pentesilea se agita todo su ardor sexual; en Hermanrcs­sch1acht salta su odio, elevado hasta la bestialidad; to­das esas obras tienen, más que vida real, ardor de san­gre. Hasta en aquellas obras más serenas, más apartadas de su «yo», como Käthchen von Heilbronn, y en algunas novelitas, se ve toda la vibración eléctrica de sus ner­vios; se adivina ese tránsito cruel que va desde la ampu­losidad épica a la sobriedad espiritual. Por doquiera, que se siga a Kleíst, se le ve siempre en regiones demo­níacas, mágicas, de ensombrecimiento de sus sentidos, para elevarse hasta la exhalación grandiosa en medio de una atmósfera pesada y opresiva, como la que toda la vida envolvió a su propio corazón. Esa atmósfera de azufre y de fuego es lo que hace tan extraños los dramas de Kleist. Cierto que en Goethe se ven transformaciones de la vida, pero sólo en un sentido episódico; son desa­hogos de un alma oprimida, justificaciones de sí mismo, huida, pero nunca tienen esa fuerza explosiva, volcáni­ca, de las obras de Kleist, donde parece que la lava ar­diente es arrojada a chorros desde las profundidades de su corazón. Ese poder volcánico de Kleist, esa acción sobre los arrecifes que están entre la Vida y la Muerte, es lo que distingue a Kleist de los pensamientos ador­nados de Hebbel, en quien se ve que todo sale del cere­bro y no de las profundidades más hondas de la existencia o de Schiller también, cuyas creaciones son grandiosos edificios que están, por decirlo así, fuera de él y no na­cen de la necesidad imperiosa de su ser. Ningún poeta alemán ha puesto tanto su alma en sus obras como Kleist, ninguno ha destrozado de modo tan criminal su propio pecho en la poesía. Sólo la música puede ser tan volcánica, tan potente, tan soñadora; precisamente este carácter peligroso es lo que ha cautivado tan mágica­mente al músico Hugo Wolf hasta hacer brotar su músi­ca pasional para Pentesilea.

Pero esa fuerza de Kleist, ¿no traduce de modo su­blime el deseo que, dos mil años antes, había expresado Aristóteles de que la tragedia « libere de un afecto peli­groso por una vehemente expansión»? En los adjetivos «peligroso» y «vehemente» está la verdadera cuestión (que han dejado de ver los franceses y tantos alemanes), y eso parece haber sido escrito para Kleist, pues ¿qué afectos fueron más peligrosos que los suyos? No dominaba los problemas como los dominó Schiller, sino que los problemas lo dominaban a él; pero eso precisamente, esa falta de libertad, es lo que le hace tan volcánico y explosivo. Su producción no es una exposición planeada y medida de lo que desea expresar, sino que es una lucha para librarse desesperadamente de esa locura interior que lo oprime hasta matarlo. Todo personaje que apare­ce en su obra siente (como el mismo Kleist) el problema que se le presenta como si fuera el único y esencial pro­blema del mundo, del cual dependiera su existencia; a cada personaje se le ve lleno de la locura de ese modo de ser. En Kleist (y por eso también en sus personajes);. cualquier cosa se convierte en algo incisivo, cortante, todo en él es herida, es crisis. 

Las desgracias de la patria, que en otros dan pie a un hinchado patetismo, la filosofía ­(que Goethe precisamente trató con cierto escepticismo, aprovechando de ella tan sólo lo que podía favorecer su, desarrollo espiritual), su erotismo, todos sus sentimien­tos, todos, se vuelven en él fiebre y manía, pasión y dolor, pero siempre en grado máximo, hasta amenazar con la destrucción de su propia existencia. Eso hace que la vida de Kleist sea tan dramática y sus problemas tan trá­gicos que no puedan quedar, como los de Schiller, en meras ficciones poéticas, sino que lleguen a ser crueles . realidades de su sentimiento; por eso hay en sus obras esa atmósfera tan realmente trágica, que ningún otro, poeta alemán ha podido presentar en tan alto grado. 

Para Kleist, el mundo y toda su vida se convierten en tensión; ha sabido transportar sus contrastes a los hiper­bólicos personajes de sus ficciones como en una polaridad de la Naturaleza: la incapacidad para no adentrarse en los sentimientos, la severidad rígida de sus conceptos, conducen siempre a sus personajes a un conflicto con el ambiente que los rodea, ya se trate de Kohlhaas, de Homburg o de Aquiles, y como esta resistencia se da en grado superlativo (como la de Kleist), ha de surgir, no por casualidad, sino fatalmente, la tragedia.

La esencia de Kleist lo lleva fatalmente a la tragedia sólo la tragedia puede hacer tangible la lucha interna de su naturaleza, pues, mientras que la épica es de formas más conciliadoras y deja cierto margen de libertad, el drama exige agudización, fuerza vibrante (por eso enca­ja mejor con su carácter exaltado). Las pasiones lo em­pujan con su ansia de liberarse, y son ellas, y no Kleist, las que forman sus obras; por eso siempre me ha pareci­do equivocado el atribuir a Kleíst un plan, o un método, o hasta un esfuerzo consciente para lograr sus creaciones Goethe ha hablado algo irónicamente de un teatro in­visible para el cual eran escritas sus obras: ese teatro invi­sible era, sin embargo, para Kleist, la demoníaca natu­raleza del mundo que, en su poderosa dualidad, en su contradicción rotunda, en su fuerza y en su movimiento no cabía entre los decorados, cualesquiera que fueran, si no era para destruirlos. Nadie fue ní quiso ser menos práctico que Kleíst. 

Lo que él buscaba era librarse de su presión, liberarse, y todo lo teatral y práctico se oponía completamente a su carácter. Sus concepciones tienen siempre algo de casual a inevitable, sus lazos son más só­lidos, la parte técnica está dibujada como al fresco por su mano presurosa a impaciente. 

Cuando su mano no es ge­nial, deriva enseguida hacia lo teatral, hacía lo melodra­mático y, en según que momentos, cae en los efectos más bajos del teatro de arrabal, del espectáculo de magia, para, de pronto, cortar de un solo tajo con lo anterior (como Shakespeare) y elevarse a las más altas esferas del espíritu. El argumento es para Kleist un simple pretexto; su arte empieza cuando lo adorna todo con pasiones, con todo el entusiasmo de que es capaz. Por este moti­vo sabe crear muy a menudo la emoción con los medios más vulgares, débiles o remotos (Käthchen von Heilbronn, Schroffenstein); pero cuando está encendido por la pa­sión, se encuentra en su propio elemento, que es el cho­que y la lucha de los impulsos; cuando suelta toda la fuerza expansiva de su alma, llega a una intensidad de emoción sin precedentes. La técnica de Kleist parece sencilla, cándida; sus disposiciones, triviales y defectuo­sas; se va metiendo en lo más interno del conflicto a fuer­za de rodeos y de apartados vericuetos para saltar des­pués, con fuerza enorme, con la terrible expansión de sentimientos que lo caracteriza. 

Antes, sin embargo, tie­ne que adentrarse hasta lo más hondo, y necesitaba para ello, como Dostoievski, largos preparativos, refinadas complicaciones, rodeos laberínticos. 

Al principio de sus dramas (El cántaro roto, Guiskard, Pentesilea), las situa­ciones se enredan tupidamente, del mismo modo que las nubes preparan la tormenta, y a Kleist parece gustarle esa atmósfera sobrecargada, tensa y oscura, porque, por su tensión, oscuridad y sobrecarga, es la fiel imagen de su alma. La confusión de las situaciones corresponde a aquella confusión de los sentimientos que Goethe adivi­nó en nuestro poeta.

 Ciertamente, en el fondo de esa po­derosa confusión hay una chispa de masoquismo, un pla­cer en la tensión mantenida para encender con su propia inquietud la inquietud ajena. Así, los dramas de Kleist tratan de excitar deliciosamente los nervios antes de conmoverlos; algo análogo a lo que pasa con la música de Tristán, que sabe despertar una vibración de los sen­tidos con su monotonía de ensueño y sus insinuaciones y frases excitantes. Sólo en Guiskard arranca de un tirón la cortina para dejarlo todo tan claro como el día; en sus otros dramas (Homburg, Pentesilea, Hermansschlacht) empieza siempre con una situación confusa y con cierta imprecisión en los personajes, y de esa confusión prime­ra brota después un alud de pasiones que luchan y cho­can entre sí. Muchas veces, ese cúmulo de pasiones se desborda y destroza la frágil concepción del drama; ex­cepto en Homburg, en Kleist se tiene siempre la sensa­ción de que sus personajes han saltado de su mano y de que febrilmente se precipitan más allá de toda medida, con una fuerza que él ni en sueños habría podido pre­tender alcanzar.

No domina a sus personajes, como hace Shakespeare, sino que sus personajes lo arrastran a él; parece que en Kleist los personajes acuden a la llamada del demonio, convirtiéndose cada uno de ellos en un aprendiz de brujo, y que no siguen en nada a una volun­tad consciente. Dicho en el más elevado sentido de la pa­labra, Kleist no es responsable de lo que ellos hacen o di­cen; parece que hablen en sueños y dejen ver los deseos más ciertos a irrefrenables.

Esa fuerza superior a la propia voluntad, esa irres­ponsabilidad, está también en su lenguaje dramático, que se asemeja al aliento ardiente de la exaltación, que deja escapar a veces un quejido de dolor o un alarido, o mar­ca, a veces, un silencio.

 Incesantemente, su lenguaje osci­la entre los más opuestos contrastes; en ocasiones, la re­serva de Kleist se traduce en un magnífico laconismo; en otras, funde su lenguaje en un ardor sin límites, sin di­ques. A veces surgen de sus palabras como masas vivas y tibias de sangre; después hace pedazos el sentimiento que había provocado. Mientras logra dominar el idioma, éste es fuerte y viril, pero cuando los sentidos desbocados se convierten en pasión, entonces las palabras le huyen para expresar el delirio de sus sueños. Nunca logra Kleist dominar perfectamente la palabra; sus oraciones salen tor­cidas, oscuras y descoyuntadas. Cuando quiere que su lenguaje sea duro y fuerte, él, el eterno exagerado, lo ex­tiende y desarticula de tal forma que resulta difícil encon­trar la ilación entre las frases. Su paciencia y dominio no se extienden más que a frases aisladas; nunca logra abar­car la totalidad, así que sus versos nunca salen fluidos ni melódicos, sino que parecen salidos a chorros intermi­tentes, llenos de la espuma y el calor de la pasión. Lo mis­mo que pasa con sus personajes, que se ven arrebatados por la fiebre y la exageración y rompen sus riendas, así también le pasa con el lenguaje. Cuando Kleist se entrega de verdad (y en sus producciones pone todo su «yo»), el exceso de pasión le arrolla; por eso no logra crear nunca una verdadera poesía (excepto aquella mágica «Letanía de la muerte»), porque la hipertensión y la propia caída nunca podrán crear una fuente fluida y cadenciosa, sino sólo un torbellino hirviente; su verso es tan poco melo­dioso y tranquilo como lo es su respiración. Sólo la muer­te logró transformar en música su último suspiro.

Arrebatador y arrebatado; flagelador y flagelado; tal aparece Kleist en relación con sus personajes, y lo que hace tremendamente trágicos sus dramas no es su con­cepción, ni los anhelos espirituales que encierran, ni sus escenas, sino su horizonte monstruosamente nublado, que los eleva al grado mayor de lo heroico y grandioso. 

Kleist posee una visión trágica del mundo, una visión innata, porque nunca forma una tragedia, que por lo de­más no sentiría, de una sola faceta, sino que su tragedia es siempre la tragedia del mundo. Kleist lleva siempre consigo, hiperbólicamente, su propia fatalidad, y la heri­da que abre el pecho de cada uno de sus personajes no es más que una parte de esa monstruosa herida que lacera al mundo entero y lo convierte en eterno dolor. 

Otra gran verdad que dijo Nietzsche es que Kleist se ocupaba siempre de la parte incurable de la naturaleza, pues a menudo hablaba de lo enfermizo del mundo; para él, el mundo era incurable, no podía nunca integrarse en un todo, no había solución. Pero precisamente por eso, Kleist merece el nombre de verdadero trágico; sólo el que siente el mundo en su dualidad de juez y de reo, sólo éste puede actuar como acusador y defensor, como deu­dor y acreedor, en cada una de sus frases, y dar la razón a cada una de las partes, frente a la injusticia de la natu­raleza, que ha hecho a los hombres tan fragmentarios, tan divididos, tan eternamente insatisfechos.
Una vez escribió Goethe una ironía en el álbum de un hombre de alma entenebrecida, en el álbum de Scho­penhauer:

Si quieres sentir la satisfacción de lo propio mérito, debes conceder mérito al mundo.

La visión trágica de Kleist no le permitió nunca con­ceder mérito al mundo; por eso en él se cumplió la pro­fecía, y así nunca pudo tener la satisfacción de su propio mérito; al contrario, todas sus creaciones surgen de su descontento del mundo, y sus personajes trágicos (de una tragedia verdadera) quieren elevarse siempre por encima de sí mismos y romper con sus cabezas las rígidas paredes del destino. 

La resignación de Goethe respecto a la vida contagió siempre a todos los personajes de sus obras; por eso ninguna de ellas tiene la grandiosidad de los antiguos, aunque él las vistiera con túnica y coturno. Aun los personajes trágicos de Goethe, como Fausto y Tasso, acaban por tranquilizarse y salvan a su «yo» de la última caída. Goethe, todo sabiduría, no ignoraba el efecto destructor de toda verdadera tragedia («me des­truiría a mí mismo ‑dice una vez‑ si escribiese una ver­dadera tragedia»); con su mirada de águila domina la perspectiva del peligro, y era por otra parte demasiado sabio y prudente para precipitarse en él. Kleist era, por el contrario, heroicamente ignorante del peligro, y su ` ánimo y entereza, absolutamente profundos; con volup­tuosidad, llevaba sus sueños y sus creaciones hasta las más extremas posibilidades, sabiendo que iba a la perdi­ción. Veía el mundo como una tragedia y por eso creó tragedias, y de su propia vida supo hacer la última y más sublime de sus obras.

Héroes desequilibrados

En lo erupti­vo, en lo caótico de los sentimientos básicos, domina vi­dente su pasional imaginación; lo superficial de la vida, la cáscara fría y dura de la existencia cotidiana, la senci­lla forma de lo corriente, todo eso no merece ser ni aun rozado por una mirada de Kleist. Era demasiado impa­ciente para poder observar sereno durante algún tiempo la realidad; por eso siempre tiende a apresurar los suce­sos hasta hacerlos llegar a un ardor de trópico; para ese hombre pasional sólo hay problemas en el fuego de los sentimientos. Bien mirado, nunca llegó a crear persona­jes, sino que su demonio reconoció a su hermano en cada uno de ellos, fuera de la esfera de lo terrenal: los demo­nios de las figuras, los demonios de la Naturaleza.

Por eso todos sus héroes son tan desequilibrados, porque se han elevado por encima de la vida cotidiana, llevando consigo una parte del espíritu de Kleist; cada uno de ellos era portador exagerado de su pasión. 

Todas esas indomables criaturas de su imaginación son, como dice Goethe al hablar de Pentesílea, «de una casta sin­gular, y cada una de ellas ostenta los rasgos del poeta: intransigencia, acritud, obstinación, impulso, independencia y acometividad; desde la primera mirada, se reco­nocen en ellas los rasgos de Caín: deben destruir o ser destruídas. Todos sus personajes tienen esta extraña mez­cla de fogosidad y de frialdad, de «demasiado poco» y «en exceso de brutalidad y de vergüenza, de supera­bundancía y de reserva, de versatilidad y de exaltación, hasta alcanzar la máxima tensión nerviosa. Todos marti­rizan incluso a aquellos a quienes aman (como Kleist a sus amigos); todos llevan prendido de los ojos un brillo de fuego peligroso que asusta hasta a los más escépticos; de ahí que su heroísmo no sea nunca popular ni esté al alcance del pueblo; nunca los libros de Kleíst han sido manuales del heroísmo. 

Hasta la misma Káthchen, que, retrocediendo sólo un poquitín hacía lo popular y lo tri­vial, sería más popular que Gretchen y que Louise, tiene un no sé qué en el alma, un exceso de abnegación, que no desciende a los límites del sentido común. Hermann, el héroe nacional, tiene un deje excesivo de política y de habilidad; tiene, en fin, demasiado de Talleyrand, para convertirse en figura patriótica. En todo, hasta en lo más trivial, hay siempre una gota de algo peligroso que lo hace extraño al pueblo: al oficial Homburg su magnífi­co miedo a la muerte le imposibilita para llevar el nimbo de la popularidad, igual que le pasa a Pentesilea por su ansia báquica, a Wetter von Strahl por cierto trazo ex­cesivamente viril, y a Thusnelda, por tontería y vanidad femenina. 

A todos les aparta Kleist de lo común, de lo schilleriano, por algún rasgo primitivo que sale descar­nado por debajo de su ropaje teatral. Cada uno de ellos tiene algo extraño, inesperado, inarmónico, algo no típi­co en su espíritu; todos ellos (si se exceptúa al bufón Ku­nigunda y a los soldados) tienen un rasgo acusadísimo en su fisonomía, como sucede con los personajes de Sha­kespeare. 

Así como Kleist es, en sus dramas, antíteatral, también es antídealista como formador de figuras, y lo es de un modo inconsciente; pues siempre que en él se encuentra idealización, se ve que se ha logrado por una consciente labor de retocado o por una visión superficial y miope. 

Pero Kleist siempre ve claro y nada odia más que los pequeños sentimientos; antes dejará de tener buen gusto, que ser vulgar; antes será exageradamente seco que melifluo. El enternecimiento le es repulsivo pues su naturaleza es cruda y consciente de la pasión real; por eso también es conscientemente antisentimen­tal y sabe cortar a tiempo en aquellos momentos en que se inicia lo trivial o lo romántico, cerrando la boca de sus personajes, principalmente en las escenas de amor; per­mitiéndoles, a lo sumo, un balbuceo, un sonrojo, un sus­piro y sobre todo un silencio significativo. 

Tiene extre­mo cuidado en que sus personajes no sean algo vulgar, y de ahí‑hay que hablar francamente‑que tales personajes sean extraños al pueblo alemán, y no sólo al pueblo, sino a cualquiera acostumbrado a la literatura y formado según las tradiciones de la escena. Esos personajes pue­den ser considerados como tipos nacionales, pero de una nación de ensueño, así como sólo pueden ser considera­dos como figuras teatrales en el sentido de aquel teatro imaginario de que Kleist hablaba a Goethe. Los perso­najes de Kleist son rebeldes, obstinados como su crea­dor, y por eso están aureolados de soledad. Sus dramas quedan sin contacto alguno con la literatura, ya anterior, ya posterior a Kleist; no son herederos de ningún estilo literario y tampoco formaron escuela. Kleist fue un caso aislado y el mundo que creó ha quedado también como un mundo aislado.

Sí, un caso aislado, pues ese mundo no tiene límites en el tiempo ni el espacio; no se reduce a los años que van de 1790 a 1807, ni a las fronteras de Brandeburgo; tampoco hay en él el soplo del clasicismo ni el crepús­culo del romanticismo. El mundo de Kleist es tan extra­ño y tan sin delimitación posible como lo fue el mismo Kleist; es como una esfera de Saturno, apartada de la luz del día.

Los misterios del sonambu­lismo, del hipnotismo, de la sugestión, del magnetismo animal, son materias apropiadas para encender su fanta­sía, que se ve atraída no ya sólo por las pasiones huma­nas, sino también por las fuerzas secretas del Cosmos, y de esta manera, sus creaciones se enredan aún más, por­que a la confusión del sentimiento, hay que añadir la confusión de las cosas materiales. Donde está lo extraor­dinario, allí está a gusto Kleist; allí, entre tinieblas, trata de ver al demonio por alguna rendija, y sale siempre a su encuentro; allí, entonces, está lejos de lo vulgar, que siempre le repugna y hasta le asusta; eterno apasionado, se adentra cada vez más en la Naturaleza. También en el modo de ser del mundo, como antes en el modo de ser de los hombres, busca ahora siempre lo superlativo.

Ese apartamiento de lo real y manifiesto podría, a primera vista, hacer de Kleist un pariente próximo de sus contemporáneos los románticos, pero no es así: en­tre la cándida superstición y novelería de éstos y el amor invencible de Kleist hacia todo lo fantástico o abstruso hay un verdadero abismo de sentimiento. Los románti­cos buscan lo maravilloso como una devoción; Kleist busca lo extraño como una enfermedad de la naturale­za. Un Novalis quiere creer y remontarse en esta fe; un Eichendorff o un Tieck quieren resolver la dureza y el contrasentido de la vida en música, pero Kleist sólo per­sigue ansiosamente el secreto que se oculta detrás de las cosas y quiere andar a tientas hasta lo más extremo para poder dirigir su mirada fríamente pasional, su mirada que siempre escruta, sondea a investiga, hasta los últimos rincones de lo maravilloso. Cuanto más extraño es un suceso, tanto más le agrada relatarlo, y pone todo su ánimo en aclarar lo inconcebible a fuerza de sobriedad en la narración, y así su intelecto, tenaz como un torni­llo, va penetrando hasta lo más profundo de las cosas, hasta las esferas mágicas donde celebran extraña boda lo maravilloso de la naturaleza con lo demoníaco de los hombres. 

En esto se parece a Dostoievski mas que nin­gún otro alemán; como en Dostoievski, los personajes de Kleist están cargados de fuerzas nerviosas, enfermi­zas y exageradas, y sus nervios parece que estén enreda­dos dolorosamente en lo demoníaco de la naturaleza. Kleist sólo es auténtico, como Dostoievski, cuando pasa por la exaltación, y por eso va rodeado de esa atmósfera pesada, pero al mismo tiempo cristalina, como la del cielo antes de soplar el viento, sobre el paisaje de su mundo interior; como el frío hielo de la razón, que de pronto se trueca en una pesadez tibia de fantasía para romper después inopinadamente en terribles ráfagas de pasión. El panorama espiritual de Kleist es ciertamente hermoso y lleno de profunda visión, tan intensa como no hay otro ejemplo en la poesía alemana, pero al mismo tiempo es difícil de soportar; nadie puede sumergirse largo tiempo en el mundo de Kleist (él sólo Pudo sopor­tarlo diez años), porque los nervios se ponen en tensión, excita constantemente con sus alternancias de calor v de frío y le llena a uno de inquietud. Es demasiado duro el pasar toda una vida en esa atmósfera cargada y opreso­ra; el cielo parece que pesa sobre el alma; es un mundo demasiado cálido para tan poco sol y hay demasiada luz para tan poco espacio. Tampoco Kleist, eterno indeciso, tiene en el sentido artístico ninguna patria, ningún pedazo de tierra firme bajo sus pasos de eterna peregrina­ción. Está aquí o allí, pero ese aquí o allí nunca es su casa, su patria; vive en lo maravilloso sin creer en ello, y plasma la realidad sin amarla.




EL ULTIMO LAZO
 Por encima de todo, siempre vence el sentimiento de justicia.
La familia Schroffenstein

En cada uno de sus dramas, Kleist nos revela su alma; en todos ellos hay una entrega al mundo de una chispa del fuego de su espíritu; porque en cada uno de ellos se encuentra una de sus pasiones convertida en personaje de ficción. Así, pues, por sus obras lo conocemos en par­te, a él y su batallar heroico; sin embargo, no habría pi­sado nunca el terreno de la inmortalidad si en su última obra no nos hubiera ofrecido lo más elevado: su heroica lucha. En su Príncipe de Homburg ha sabido hacer una tragedia con su conflicto vital, y lo ha logrado con ese soplo genial que raras veces el destino concede más de una vez al artista; ha escrito la tragedia genial de su fuer­za interior, de su lucha, de la antinomia entre la pasión y el autodominio. En sus otras obras, Pentesilea, Guis­kard, Hermannsschlacht, había siempre un impulso pa­sional hacia el infinito, exagerado, contundente; pero en su última tragedia no sólo ha puesto ese impulso, sino que ha creado un mundo donde se agita todo ese revolti­jo de fuerzas pasionales; un mundo donde la presión y la contención forman una unidad que se eleva poderosa por encima de todo, en vez de dejar que esas fuerzas de acción y de reacción se separen en direcciones distintas. Y ese elevarse de las fuerzas, ¿qué es, sino la más alta armonía?

El arte no conoce momentos más hermosos que aquellos en que puede presentar en su justo equilibrio lo desmesurado; momentos sonoros en que, en un abrir y cerrar de ojos, toda disonancia se une para formar una armonía celeste; entonces todas esas fuerzas opuestas, divorciadas, incompatibles, se precipitan una dentro de la otra para, sólo un instante, unir sus labios, formados de palabras y de amor. Cuanto más fuerte es esa separa­ción, esa contraposición, tanto más fuerte es también ese ósculo y tanto más rugiente el acorde que surge de esas cataratas de pasión. El Homburg de Kleist tiene, mas que ningún otro drama alemán, la magnificencia de la extre­ma tensión, y su autor da a la nación alemana una trage­dia perfecta a un paso apenas de su propia destrucción, del mismo modo que Hölderlin, una hora antes de su­mergirse en las tinieblas, entona su himno órfico uni­versal; del mismo modo que Nietzsche, antes de su de­rrumbamiento interior, deja fluir, embriagado, la fuente saltarina, brillante como una gema, de sus palabras. Esa fuerza mágica que sale del sentimiento de la propia de­saparición está más allá de todo análisis o explicación, es algo inefablemente hermoso, como el último salto de la azulada llama antes de apagarse.

En su Homburg supo Kleist domar a su demonio por algún tiempo y hasta arrojarlo de su obra. En esa obra no se ha limitado a aplastar una de las cabezas de la hidra que lo rodeaban amenazantes, como hace en Pentesilea, en Guiskard y en Hermannsschlacht; aquí ha agarrado al monstruo por la garganta y lo arroja lejos de sí. Y por eso aquí puede verse toda la fuerza enorme de la pasión, que no sale silbando como el vapor, desde la presión interior hacia el vacío, sino que ahora una fuerza, una pasión, se precipita contra la otra en lucha abierta. En esta obra no queda ni un solo átomo de esa presión interior que no tome parte en esa lucha dramática, porque se expande con toda su fuerza; aquí son igualmente fuertes el dique y la corriente, el oleaje y el acantilado. 


El Principe de Homburg es el verdadero drama de Kleist, porque en él está contenida su vida entera; todas las complicaciones de su existencia están allí: su amor a la vida; su anhelo de muerte; su indisciplina, su exube­rancia, su atavismo, su experiencia; sólo aquí, donde se ha entregado completamente, se eleva por encima de su conciencia. De ahí ese tono profético y misterioso en la escena de la muerte; el miedo a la fatalidad, que suena como a poesía, de su muerte, escrita por adelantado, es también todo su pasado. Sólo los que han recibido ya la unción de la muerte tienen esa visión elevada que abarca el pasado y el futuro. De todos los dramas alemanes, sólo Homburg y Empédocles regalan nuestros oídos con esa música espiritual que es ya como una resonancia del In­finito. Sólo en el último umbral es dado a las almas el diluirse completamente; sólo la resignación de llegar a aquellas misteriosas esferas, tanto tiempo anheladas, per­mite su entera expansión; Kleist logra, cuando ya nada espera, aquello que le fue negado a su ansia fogosa y pa­sional. Sólo en esa hora en que ya nada espera, el destino le concede lo que antes le negó: la perfección.


PASIÓN DE MUERTE
 He hecho lo máximo que permiten las fuerzas huma­nas: he buscado el imposible. Todo lo he apostado en esa jugada. El dado está ya echado; ahí está... y he perdido.
 Pentesilea

En el tiempo en que Kleist alcanza la cumbre del arte, el año de Homburg, llega fatalmente también a la soledad más absoluta. Nunca estuvo más olvidado del mundo, más per­dido en el tiempo y en su patria; ha abandonado el empleo; le han prohibido la entrada al periódico; aquella misión que se le había encomendado de arrastrar a Austria a la guerra, ha quedado en nada. Su enemigo, Napoleón, domi­na en toda Europa; el rey de Prusia se convierte en su alia­do, después de haber sido su vasallo. Las obras de Kleist van y vienen por los escenarios sin ser representadas, re­chazadas por los empresarios, o, sí se representan, no son del agrado del público; sus libros no encuentran editor; él mismo no logra encontrar ni el empleo más modesto. Goethe se ha apartado de él; los demás apenas lo conocen y ningún aprecio pueden tenerle; sus protectores lo han abandonado en su caída; los amigos le han olvidado; final­mente, también lo abandona su hermana Ulrica. Ha perdi­do en todas las cartas a que ha apostado; sólo le resta ya una; lo único de valor que le queda en las manos es el ma­nuscrito de su obra maestra, El Príncipe de Homburg, que no logra ver representada. Nadie le sienta a su mesa ya, y nadie tampoco tiene la menor confianza en esta última car­ta que él lleva en la mano. Entonces, Kleist se dirige de nuevo a su familia, saliendo así de una soledad que duraba y muchos meses. Así, pues, se va hacia Francfort del Oder a; ver a los suyos y a alegrarse el alma con un poco de amor; pero los suyos le echan sal en las heridas y hiel en los labios. Aquella hora que pasa con su familia le destroza; todos ven en Kleist al fracasado que ha perdido el empleo, al dramaturgo sin éxito, y, en resumen, le miran desdeñosamente como a algo indigno de la familia. «Quisiera morir diez ve­ces, antes de volver a sufrir lo que sufrí en Francfort, en ese día, durante la comida», escribe lleno de desespero. Los suyos le echan y él se ha de refugiar en sí mismo, en su pecho,, oprimido, y, avergonzado, humillado, se dirige como pue­de hacia Berlín. Durante algunos meses va y viene, vestido, miserablemente y con los zapatos rotos, intentando encon­trar un empleo. Ofrece su Homburg, su Hermannsschlacht a los libreros, pero en vano; pone de mal humor a sus amistades con su triste aspecto, hasta que todos parece que se cansan de él y él a su vez se cansa también de esa búsqueda. Mi alma está tan lacerada ‑escribe estremecido en aque­llos días‑, que diría que hasta la luz del Sol me hace daño cuando me atrevo a asomarme a la ventana.»
Todas sus pasiones han terminado; todas sus fuerzas están dispersas; todas sus esperanzas han resultado, fa­llidas, pues:

Su fama no logra llegar a los oídos de nadie, y cuando ve el signo de los tiempos que ondea ante cada puerta, termina su canción; quiere acabar ya y, llorando, deja escapar la lira de sus manos.

Entonces, en medio de la soledad espantosa en que se encuentra, soledad y silencio como nunca ha sentido otro genio alrededor de sí (si se exceptúa tal vez a Nietzsche), entonces oye sonar una voz siniestra, oscura, y que ya ha­bía oído en momentos de desesperación: es la llamada de la muerte. Este pensamiento de una muerte voluntaria le acompaña desde su juventud, y así como cuando era casi un muchacho se había hecho un plan de vida, ahora, desde hacía algún tiempo, estaba formando un plan de muerte; este pensamiento, aunque oculto, se había afir­mado en su alma, y ahora, cuando la marea y el oleaje de la esperanza se retiran de su alma, queda el pensamiento de la muerte como una negra roca descubierta por el re­flujo, negro y fuerte. Son innumerables en las cartas de Kleist las alusiones voluptuosas al suicidio. Ciertamente, se podría decir paradójicamente que si soportó la vida tanto tiempo, fue porque en todo momento sabía que po­día arrancarla de su cuerpo. Siente continuamente el de­seo de morir, y si se le ve titubear no es de miedo, sino por su naturaleza exagerada, excesiva; Kleist no ama a la muerte de cualquier manera, sino con pasión, con exalta­ción; no quiere matarse, pues, miserablemente, cobarde­mente, sino que ansía ‑según él mismo escribe a Ulri­ca‑ «una muerte magnífica». Hasta este pensamiento siniestro y oscuro logra en Kleist la voluptuosidad de la embriaguez. Quiere ir a la muerte como quien va al lecho nupcial; su erotismo, que no encontró el cauce natural, se desborda hasta inundar todas las profundidades de la na­turaleza, y sueña ya con una muerte que sea de místico amor, una muerte que sea desaparición de dos almas. Cierto terror atávico ‑que él ha inmortalizado en el Prin­cipe de Homburg‑ le hace temer la soledad de la muerte, el tener que soportarla toda una eternidad; así pide desde su infancia, a todos los que ama, que mueran con él. Él, que durante la vida ha estado sediento de amor, pide aho­ra una muerte de amor. En el mundo ninguna mujer logró satisfacer su amor ¡limitado, ninguna mujer logró soste­ner el paso hacia el éxtasis de aquel loco de amor; ningu­na, ni su novia, ni Ulrica, ni Marie von Kleist, pudieron soportar la ebullición de sus pasiones. Ahora el amor, el ansia de amor de Kleist, sólo puede satisfacerse con la muerte, que es lo más alto a insuperable; en Pentesilea se adivina esa pasión. Así pues, sólo la mujer que esté dis­puesta a morir con él es la que puede ofrecerle un amor insuperable, y esa mujer es la única que Kleist desea; « su tumba me ha de ser más agradable que los lechos de todas las emperatrices del mundo», escribe en su última carta de despedida. Por eso Kleíst pide la compañía hacia la muerte a las personas que le son más afectas, y a Karoline von Schiller, que le era casi desconocida, le propone «pe­garle un tiro a ella y después pegarse otro él». Trata de atraer a su amigo Rühle diciéndole: «No acaba de aban­donarme la idea de que todavía hemos de hacer juntos una cosa; ven ‑sigue diciendo‑, hagamos algo bien he­cho y encontremos la muerte en ello; será uno de los mi­llones de muertes que ya hemos sufrido o que hemos de sufrir todavía; es sólo como si pasáramos de una habita­ción a otra.» Como siempre le sucede a Kleist, la idea, fría al principio, es pronto ardiente pasión; cada vez se entu­siasma más con el proyecto de acabar su lento desmoro­namiento con una explosión, de un golpe, en una des­trucción heroica, y arrojarse a una muerte fantástica para librarse de su eterna lamentación, de su lucha interior, de su insaciable pasión, rodeado de embriaguez y de éxta­sis. Su demonio interior se alza magnífico, pues quiere arrojarse a su elemento: al Infinito.
Esa pasión de muerte en compañía de otra persona, queda sin ser comprendida por sus amigos y por las mu­jeres, como incomprendidas quedaron siempre sus hi­pertrofias sentimentales. En vano insiste, mendiga casi, para encontrar a su compañero en la muerte: todos se apartan de él horrorizados al oír tal proposición. Final­mente, cuando su alma rezuma ya asco y amargura, cuan­do la oscuridad de su corazón le borra la vista y el senti­miento, encuentra a una mujer que acepta agradecida su proposición. Se trata de una enferma condenada a muerte; un cáncer le corroe las entrañas como a Kleist le corroe el alma el cansancio de vivir. Kleist, exaltado en su éxtasis, se deja acompañar voluptuosamente por aque­lla infeliz a la tumba: ya hay alguien que le priva de la soledad en sus últimos momentos de vida, y así surgió aquella extraña noche de bodas del «no‑amado» con la «no‑amada», así aquella mujer enferma y fea (él sólo miró su rostro en el éxtasis del pensamiento) se arroja con él a la inmortalidad. En el fondo, aquella pobre ca­jera le era desconocida; nunca la conoció sexualmente, pero se desposa con ella bajo otros signos y otras estre­llas, se desposa con ella en el sagrado sacramento de la muerte. Esa mujer, que para su vida habría resultado pe­queña, débil y enfermiza, será una magnífica compañera de muerte, porque es la única que pone, sobre la muerte del poeta, un alba engañosa de amor y compañerismo. Él mismo se le ofreció: ella no tenía mas que tomarlo, y él estaba preparado.
La vida le había dispuesto demasiado a ello, pues lo había pisoteado, esclavizado, decepcionado y hasta re­bajado, y ahora él sabe levantarse con toda su magnífica fuerza para hacer de su muerte su última tragedia. El artista que hay en él reaviva ahora el fuego que ardía ocul­to entre cenizas, soplando con su aliento poderoso, y de su pecho brota una llamarada de júbilo apenas está segu­ro, como él mismo dice, de que « ya está maduro para la muerte», apenas se da cuenta que la vida ya no lo do­mina, sino que es él quien domina la vida. Y aquel que nunca pudo decir un «sí» claro y puro (como Goethe), ahora dice su «sí» más sagrado y alegre a la muerte, y ese «sí» suena por primera vez magnífico y sin disonancia. Toda la acrimonia ha desaparecido; toda torpeza ha muerto; todas sus palabras suenan ahora magníficas bajo el hacha del destino. La luz del día no le molesta ya, por­que su alma respira la inmortalidad; lo vulgar está lejos; su mundo interior está lleno de luz; ahora vive feliz su propio «yo»; vive aquellos versos de su Homburg, que son los versos de su propia extinción:

Ahora, oh Inmortalidad, ya eres completamente mía. A través de la venda que cubre mis ojos, pasa lo brillo como el de mil soles. Siento que me nacen alas y que flota mi espíritu tran­quilo en los etéreos espacios; y del mismo modo que un buque llevado por el soplo del viento ve cómo paulatinamente van desapareciendo el puerto y la ciudad, así yo veo cómo toda mi   ida se va hundiendo en el crepúsculo. Aún distingo los color­es y las formas... y ahora sólo niebla se extiende debajo de mí.

El éxtasis que lo arrastró, durante treinta y tres años, través de todas las espesuras del bosque de la vida, lo levanta ahora henchido de amor en una despedida llena de bienaventuranza. Todo el antagonismo interior, toda la lucha eterna, se funde ahora en un único y exclusivo sentimiento. Al entrar en las tinieblas voluntariamente, animoso, su sombra lo abandona; el demonio de su vida se cierne unos instantes sobre su cuerpo arruinado y, corno el humo, se disuelve después. En esta última hora, todo el dolor y la pesadumbre de Kleist se disuelven, de­saparecen, y su demonio se convierte en armonía.